Celebramos en la Solemnidad de Pentecostés el nacimiento visible de la Iglesia, que tuvo su origen en la Pascua de Cristo. No podemos separar la Pascua de Pentecostés. Es la misma obra de Dios que envió a su Hijo y él, para completar la obra de su Padre, nos envía al Espíritu Santo para hacerla realidad en nosotros. La misión del Espíritu Santo es convertir en gracia, interiorizar en nosotros, la obra de Jesucristo.
No nos revela nada nuevo, todo nos ha sido revelado por Jesucristo, pero a él le corresponde iluminar, profundizar el conocimiento del evangelio y fortalecer la vida del cristiano. Su obra da plenitud a la obra de Jesucristo. Por ello el tiempo propio del Espíritu Santo es el tiempo de la Iglesia, él es como el alma que la anima y la guía. Esta verdad de nuestra fe es la que nos lleva a elevar nuestra oración a él para que nos asista e ilumine.
El Espíritu Santo actúa interiormente para transformarnos a imagen de Jesucristo. Cuando San Pablo les dice a los cristianos: “tengan los mismo sentimientos de Cristo Jesús”, lo que hace es decirles déjense guiar por el Espíritu Santo. Si bien la obra del Espíritu Santo es un don personal ella tiene, sin embargo, una función que me trasciende, porque tiene horizontes de humanidad. Gracias a él, conocemos el designio de Dios que alcanza a toda la humanidad.
Esto fundamenta no sólo la dimensión y exigencia personal de ser misioneros, sino que nos hace descubrir la misión de la Iglesia al servicio de la unidad de toda la familia humana. El Concilio Vaticano II nos habla de esta misión, diciendo que la Iglesia: “es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L. G. 1). Esto no significa uniformidad sino reconocimiento de la diversidad de riquezas de todos los pueblos, pero desde la unidad de origen que es la obra y el amor de Dios.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica afirma que: “El mensaje cristiano ofrece una visión universal de la vida de los hombres y de los pueblos de la tierra, que hace comprender la unidad de la familia humana” (432). Esta unidad, sabemos, no se construye por la fuerza de las armas, sino con la fuerza moral de los valores que reconocen que la unidad y dignidad de los hombres y de los pueblos, se apoyan en la conciencia de: “pertenecer como miembros vivos a la gran comunidad mundial” (Pacem in terris, 296). Esto no es ajeno a las consecuencias morales y políticas de la fe en Dios, que se nos ha manifestado en Jesucristo y se convierte en fuerza interior por obra del Espíritu Santo.
Cuando digo esto no puedo olvidarme de la escena que viví en Roma el día que asumió el Papa Francisco. Había en la Plaza San Pedro más de 170 delegaciones de todo el mundo, incluso de países que estaban en guerra, pero todos reconocían en los valores que predicaba Francisco una verdad y una esperanza para la humanidad. Concluyo con una cita de Juan XVIII: “Ninguna época podrá borrar la unidad social de los hombres, puesto que consta de individuos que poseen con igual derecho una misma dignidad natural” (292).
Que la Fiesta de Pentecostés nos anime a vivir la verdad del evangelio de Jesucristo. Reciban de su obispo junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz